Me había perdido en la condenada espiral del
pecado, había abierto la puerta equivocada, con la llave que me dio la lujuria.
Había amanecido, el se había ido, de nuevo,
otra vez. Cigarro entre los labios, desnuda y frente a la ventana me di cuenta
demasiado tarde del juego iniciado. Escondiéndome tras las rosadas cortinas de
la fingida pureza, y de mi habitación también, oculte mi cuerpo ante esa mirada
curiosa y algo traviesa. Aparte el cigarro de los labios y solté el humo contra
el cristal de la ventana... Me mire la pierna, y le mire a él. Sonreí, a nadie
le amargaba un dulce, y menos a un hombre podía amargarle el sexo opuesto. Alce
la pierna y le mostré mi muslo, carnoso, sedoso, pálido. Perfecto. Él lo miro y
yo sonreí.
Deje atrás las cortinas y volví a mi vida. Abrí
la puerta, no la equivocada, si no la de mi baño. Me bañe, seque, peiné, vestí,
perfume y maquille.
Pasaron los días, y cada amanecer se repetía.
El hombre de mente infiel se marchaba, me dejaba, me abandonaba. Pero esos ojos
curiosos volvían a observar la palidez de una parte de mi cuerpo, sonriente,
inocente. Y de entre mis labios el humo del cigarro. Perfecto vaho, perfecta
niebla que todo lo distorsiona.
Aquel amanecer no lo controle, las cortinas de
mi pureza habían desaparecido, no había prenda que rozara y maltratara mi piel,
solo había desnudez allí donde el miro. Vientre firme, senos pequeños, pelvis
marcada, la rosada piel de entre mis piernas.
Allí estaba yo, frente a una ventana, mostrándome
a la inocencia, a un hombre de mente pura con una lasciva sonrisa en mis
labios.
Allí estaba yo, arrodillada sobre la cama,
arrodillada sobre él, unida a él, gimiendo para él. Mire al techo, el cabello caía
a mi espalda, melena morena hasta el principio de mis nalgas. Mis manos
arañaron mi garganta y bajaron hasta sus manos posadas en mis pechos.
Abrí las más allá del cielo…
Abrí mi alma, más allá del infierno.
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