Lo admitiré, he acabado adicta a ese placer.
No al de calar de la colilla el tizne que
quemara mi garganta y pasara a arder mis pulmones, enardeciendo a mi cuerpo con
nicotina y sustancias cancerígenas tras ese trueno ensordecedor de placer.
Soy adicta al sexo, a eso que solo sabe darme
un hombre, que sabe donde sosegar las manos, como moverlas y como acariciarme.
A como la holgura de su torso se hace más amplia cuando inspira el aire que
sale de entre mis labios y que a su vez hace de su espalda la perfecta vía de
escape para mis manos, donde arañan cual gata la carne y piel de él.
Adicción a como el algodón de la ropa roza mi
cuerpo cuando el jersey asciende por mis costados, seguido por sus manos, a
como acaricia mi pecho dejando de darme el calor que ahora provoca el en mi. A
como la falda sube hasta mi cintura, y a como mi ropa interior caer por mis
piernas mientras él se dedica a tenerme presa
en suspiros contra una pared. A como su lengua lame mi garganta creyendo
poder gastarme mientras sus dedos se hacen sabedores de la humedad de entre mis
piernas.
Soy secuaz del éxtasis de dos cuerpos que solo
buscan el mismo fin, con diferentes opiniones, diferentes visiones del mundo,
pero que saben que entre ambos pueden llegar al mismo punto.
Discípula de los gemidos y los gruñidos. Sabedora
del aroma que posee el placer, del ambiente que deja el sudor.
Soy adicta, si. Pero cada amanecer, el, con
cara diferente, cuerpo distinto, mente infiel, se marcha de mi cama y me deja
con el cigarro entre mis labios, viendo de nuevo sola como aparece el amanecer
por la ventana de la habitación.
Dulces sueños, te dicen al dormir.
Dulce auge,
pienso al morir.
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