No soy quien para buscarle un sentido a este momento.
No veo, solo siento, y siento como un simple hielo rodea la aureola de mi pecho, como me recorre en círculos la piel del pecho, como me eriza la piel, como me estremece y me enloquece. Siento que el mundo arraiga en mis pies, que estoy clavada en el aire, en suspensión Que la cuerda no quema, no aprisiona, solo acaricia y besa allí donde está. Guíame, oblígame, doblégame, no es simplemente sexo, es confianza.
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Es extraño, he bebido de otras bocas, de otros labios. Y jamás creía beber
agua tan dulce como la de aquella vez. Solo pretendía sentirle una
sola vez, una sola, pero fue perseguida por una más, y tras esa otra. ¿Es que
no tiene fin? Sí, todo lo tiene. Como el aire, como el agua. Como el placer en
la cama. Todo tiene un fin, pero... Hay quien sabe alargar
la agonía exquisita del sufrimiento, hay quien sabe alargar ese
final, como quedarse estancado en esa destrucción que crea el abismo de un
nuevo comienzo.
No pretendo andar por el camino del fin, ni por el camino
del infierno, aquel que lanza aceradas lenguas de fuego que parecen pretender
violar mi piel, mis pies no pisaran ese camino, no durante la vida, no en la
calle. Cuando no pienso, cuando dejo a mi mente volar libre, me cuelo en ese rincón
del mundo donde somos, creemos, sentimos lo que queremos. Y creerme cuando
digo, que nadie es santo, nadie viste la bandera blanca en su alma.
Y quienes rezan, son los que más pecan.
Y quienes rezan, son los que más pecan.
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